viernes, 2 de noviembre de 2012

Talmay

 
 
Talmay era pastor. Desde muy pequeño había heredado este oficio de su padre, de su abuelo, del padre de su abuelo… y así desde siempre, según le habían contado mientras se calentaba al fuego las frías noches de invierno.
A él le gustaba ser pastor.  Cuando aún no había amanecido,  ya  sus ovejas pastaban en el campo. Las conocía a todas por su nombre y le encantaba dar órdenes a Zulma,  su perro, para que no se dispersasen demasiado.
         El abuelo Ibrahim le había enseñado todo lo que sabía, pero  no solamente de ovejas, sino de todas las cosas de la vida.
Un día lo llamó, se puso muy serio y le dijo solemnemente:
“Talmay,  hoy te nombro mi heredero. Toma, es tuya, consérvala con cariño. Sirve para que las ovejas se sientan queridas y para rezar a Dios a la caída de la tarde”.
         Mientras hablaba, sacó del zurrón una flauta de caña tan vieja y usada como él y la depositó en sus manos.  La flauta y el abuelo eran, en cierto modo, la misma cosa: nunca llegaría a saber quién había aprendido de quién, pero lo cierto es que, después de tantos años juntos, la voz del abuelo sonaba dulce como una melodía, mientras las notas de la flauta le recordaban  los cuentos que tantas veces había oído de su boca a la luz de la candela.
         La acarició y la besó. No necesitó aprender, porque tenía grabados en su memoria desde siempre aquellos sonidos. Con ellos se despertaba y se dormía desde que estaba en la cuna.
Le recordaban la frescura del amanecer cuando sacaba las ovejas del cobertizo; y el olor a tierra húmeda después de las primeras lluvias; y el arroyo como un hilo de plata reflejando la luna llena.
Todavía hoy, cada tarde sin faltar ninguna, le pedía a su abuelo:                                  
“Toca la flauta, por favor”.
 Éste, después de acariciarse la barba, respondía:
“Tocaré para Dios. Es nuestra oración para darle gracias por este día. Él ha sido bueno con nosotros también hoy”.
         ¡Cómo disfrutaba ahora él con todo el horizonte iluminando sus ojos, mientras desgranaba, nota a nota, aquella herencia, mucho más valiosa que todo el oro del mundo¡
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Hacía algún tiempo que venía notando cosas extrañas. En el cielo las estrellas se mostraban como alocadas, corriendo de un lado para otro. Una noche observó un suceso extraordinario: por la parte de oriente apareció un lucero grande y luminoso. Tanta luz no le cabía dentro, de forma que se derramaba dejando tras de sí una estela como un manto. Pasó muchas horas tendido sobre la hierba, feliz y sin pensar en nada, porque aquella estrella le inundó el alma con una alegría inmensa.
Pero también había signos en su aldea. No sé, la gente se afanaba en limpiar y ordenarlo todo, incluso habían sembrado flores a las puertas de sus chozas. Escuchó tatarear canciones a gente que normalmente se mostraba sería y malhumorada; vio cómo los solitarios se asomaban a sus puertas para saludar a los vecinos y besar a los niños; y no salía de sus asombro cuando el más avaro y tacaño de la aldea se pasó la tarde repartiendo hogazas de pan blanco entre los pobres.
Y al fin sucedió.
Una noche mientras velaba al raso su rebaño, se le apareció un ángel del Señor. Brillaba mil veces más que la estrella. La dulzura de aquella voz sólo era comparable a las notas de su flauta.
No temas, Talmay, le dijo, porque te traigo una gran noticia: ha nacido el Salvador, el Mesías, el Señor. Vete corriendo al portal y allí podrás encontrarlo. Lo reconocerás fácilmente, porque está envuelto en pañales y acostado en un pesebre”.
Se olvidó de las ovejas y de que era noche cerrada. A trompicones, sus pies casi volaban por la vereda. Pronto se encontró entre un tumulto de gente que acudía desde todos los rincones. Iban alegres y comentaban el mismo suceso que él había vivido.
“No me extraña, pensó, porque esa voz ha tenido que resonar en todos los corazones”.
Sus parientes y vecinos iban cargados de regalos: leche, queso, miel, gallinas, corderos, huevos… Y él, ¿se presentaría  con las manos vacías? Vaciló y detuvo sus pasos por un momento, se rascó la cabeza… pero en seguida sonrió y prosiguió su carrera.
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El cobertizo al borde del arroyo brillaba como un ascua. Todas las estrellas se habían concentrado allí abajo y atraía como la luz a las mariposas en las noches oscuras. Le palpitaba el corazón.
Se extrañó al encontrar fuera del portal unos caballos magníficos y un carro reluciente.
Y más aún de que hubieran acotado un espacio para custodiarlos dentro de él, expulsando de allí a los borriquillos de la gente.
Pero menos entendía la escena que contempló cuando al fin pudo abrirse paso para entrar: trepado a un pedestal, un hombre hablaba solemnemente. Vestía capa larga, que dos personas se encargaban de alisar y limpiar continuamente del polvo y las plumas de las gallinas. Llevaba sobre su cabeza un gorro alto, que casi tocaba la paja del techo. Otros dos hombres le sostenían el papiro en el que leía su discurso.
En aquel momento estaba diciendo:
 ”…y como bien sabe su majestad, nosotros siempre hemos estado cerca de los pobres, los llevamos en nuestro corazón… precisamente tenemos preparada una serie de medidas para mejorar…”.
         Se fijó en que la gente se iba escabullendo, cada cual como podía.
         Las gallinas se habían acomodado para dormir escondiendo la cabeza debajo del ala y sosteniéndose en una sola pata.
San José estaba de pie agarrado a su vara con ambas manos, intentando disimular el sueño, aunque los ojos se le caían y daba cabezadas continuamente.
         El Niño lloraba, lloraba y lloraba. No paraba de llorar. Estaba rojo. Enmorecío, el pobrecito”, dijo una anciana a su lado.
Pero mientras más lloraba el Niño, más alzaba la voz aquel señor.
         María, su madre, movía la cuna, aunque sin mucha convicción. Tal vez albergaba la esperanza, pensó Talmay, de que, si el Niño no se callaba, éstos terminarían por irse. 
         En medio de tanto lío creyó adivinar en las caras de todos un gesto apenas perceptible animándolo a hacer lo que había venido a hacer.
         Así que se decidió. Abrió el zurrón, sacó la flauta y comenzó a tocar su melodía preferida.
 El que hablaba, sin inmutarse, decía ahora: 
”…y gracias también a este pastorcito, que pone música de fondo a nuestro humilde discurso de bienvenida…”
         Uno de los  servidores susurró algo al oído del señor del gorro, quien carraspeó y dijo:
“Bien, a lo mejor su excelencia está algo cansada, porque es muy tarde, así que nos vamos, no sin antes volver a ofrecerle nuestros aposentos allá en la capital y nuestra total disponibilidad y bla, bla, bla…”.
        
Y así lo sacaron medio a rastras, mientras él volvía la cabeza levantaba el dedo índice y seguía hablando con intención de finalizar su discurso sea como fuere.
         Cuando salieron hubo un “¡uf!” de alivio colectivo.
         Las gallinas se sacudieron y comenzaron a picotear por el suelo.
         José soltó la vara, se desentumeció y se dispuso a preparar algo de comer. También en María pudo percibirse un leve suspiro.
         Y el Niño dejó de llorar. Ahora reía y manoteaba.
         Fue entonces cuando se acercaron en tropel las mujeres. Piropeaban al recién nacido y ofrecían a María sus pequeños regalos, mientras otras se afanaban en dejar el portal reluciente.
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         María le sonrió y lo llamó por su nombre. El corazón le brincaba dentro del pecho:
Talmay, ven, acércate, al Niño le ha gustado mucho tu melodía”.
         Ni todos los amaneceres juntos podían compararse a la hermosura y la gracia de lo que sus ojos contemplaron dentro de aquella cuna.
         El Niño agitaba nerviosamente las piernecitas; se reía y alargaba las manos hacia la flauta, como queriendo atrapar las notas que salían de ella.
“Puedes quedarte un ratito más con él, hasta que se duerma”.
         De puntillas, se disponía ya a salir, cuando María lo llamó en voz baja y le dijo:
“Me gustaría que vinieras todas las tardes a jugar con él y tocar tus canciones. ¡Son tan bonitas!”.
         Talmay no atinó a decir nada, no le salía la voz de la garganta. Hizo un gesto afirmativo con la cabeza. María susurró un “gracias” y lo despidió con un beso.
         Pasó varias horas fuera, sentado en la primera piedra que encontró, saboreando aquel momento e intentando calmar los latidos de su corazón. Cuando tomó el camino de vuelta nunca supo si es que había amanecido o es que sus ojos se habían inundado ya para siempre de la luz de aquel Niño.
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         ¡Que si quería ir cada tarde! Ya no pensaba en otra cosa. Los días le parecían tan largos que animaba al sol para que bajara rápido y llegara el momento del encuentro.
        

El Niño conocía sus pasos y su voz. Apenas lo oía saludar a María y José, comenzaba a mostrar la alegría del nuevo encuentro agitando sus manitas y riendo.
           María acunaba al Niño en su regazo para contemplarlo más de cerca. Entonces, de la flauta de Talmay comenzaban a manar, como por encanto, canciones que jamás había tocado y que llenaban el ambiente de paz y sosiego. Ella, levantando los ojos apenas perceptiblemente, le dedicaba una mirada de agradecimiento y cariño.
Y él, el pobre Talmay, un pastorcillo que cuidaba su ganado en las montañas y a quien apenas conocía un puñado de gente, sentía una alegría que le inundaba el alma.
En estos momentos siempre pensaba en su abuelo:
Hubiera disfrutado mucho estando aquí. Ahora sí que comprendería lo que es tocar para Dios”.


                  
                   Sanlúcar de Barrameda, Navidad  2011.
                                      José Palomas Agout