viernes, 2 de noviembre de 2012

Amasay

AMASAY
 
 




   Había sido un largo camino atravesando pedregales y dunas, soportando el calor del día y el intenso frío de la noche.
        
Muchas veces, la duda les había hecho pensar si no eran unos soñadores sin remedio, que habían embarcado a otros en la aventura de perseguir una quimera. La estrella desaparecía por largos períodos, dejando a oscuras su alma y sin norte sus pasos. ¡Seguir a una estrella que anuncia al Salvador! ¡Qué locura!
        
Le dolían todos los huesos del traqueteo del camello. Por la noche se envolvía en su capa y le asaltaban negros pensamientos. ¡Cómo echaba de menos la vida tranquila y llena de comodidades que había dejado en su palacio para embarcarse en esta absurda aventura!
        
Fue Amasai, su criado, quien le sobresaltó, zamarreándole para sacarlo de su letargo:
-Señor, Señor, la estrella. Ha aparecido otra vez la estrella, mírela. ¿No es preciosa?

Gaspar se frotó los ojos y miró al cielo. Pero la alegría que inundó su corazón no procedía de aquella luz tintineante y blanca. Ciertamente, la estrella era más grande, más brillante y hermosa que cuando la vio por primera vez, pero ahora otra luz misteriosa le iluminaba el alma y le empujaba inevitablemente a ponerse en camino de inmediato:

-No hay que perder ni un segundo, nos vamos. Amasai, despierta a los pajes y preparadlo todo. Yo hablaré con mis colegas.

A pesar de ser noche cerrada se oía murmullo de voces alrededor. Pronto, un tropel de campesinos y pastores inundó la vereda. No había aún amanecido cuando, desde la colina que coronaba el sendero, contemplo absorto el resplandor que procedía del establo. No era la luz del sol, era el sol quien le pedía prestado su resplandor; no era la luz de la estrella, que sólo reflejaba tenuemente aquella luz.
Entonces supo que había llegado al final de la búsqueda y había encontrado la solución a todas sus preguntas.
Por su porte y su atuendo, los aldeanos se apartaron silenciosamente y pudo entrar en el establo. Por fin pudo ver con sus propios ojos lo que tanto había buscado entre libros y discusiones de sabios: “encontró a un niño, envuelto en pañales y acostado en un pesebre”.

De su cuerpecito se derramaba una luz suave y cálida, que le penetró hasta los últimos rincones del alma. Gaspar, dijo para sí, “mereció la pena”. “Ahora ya soy feliz”.

Junto al niño, María, su madre, se afanaba en ordenar en el regazo la ropita que le traían como regalo las vecinas. Mientras le arrullaba con una canción de cuna, agradecía sonriendo los piropos y ponderaciones que hacían del niño. José, en cambio, estaba mucho más agitado y, mientras saludaba a los visitantes, corría de acá para allá, intentando mantener vivo el fuego donde se calentaba un caldero de leche.

Gaspar consideró que había llegado el momento de ofrecer él también su presente.
Amasai!, trae las alforjas.

El pobre criado, apenas podía abrirse paso. Llegó sudoroso y casi a rastras, poniéndose de rodillas detrás de su amo. A una señal, entregó un frasco dorado a Gaspar, inclinando profundamente la cabeza.

El rey aclaró a María:
-Es incienso, señora, su olor resulta agradable cuando se echa al fuego.
Ella le respondió con un “gracias” envuelto en una sonrisa, pero desvió su mirada hacia Amasai.

El pobre criado se sentía abrumado ante la ternura de aquellos ojos e intentaba desaparecer detrás de su dueño, con un difícil movimiento de arrastrarse hacia atrás sobre sus rodillas.

-Amasai, ven, acércate, el niño quiere conocerte.

Asomó la cabeza y dijo tartamudeando:
-¿Es... a mí, señora?

Cuando estuvo cerca, María le miró de pies a cabeza y, apenas imperceptiblemente, volvió sus ojos hacia Gaspar. Éste  se ruborizó, y un estremecimiento le conmovió las entrañas.

-Amasai, puedes besarlo, si quieres.

A la vez sacudiéndose el polvo, alisándose el cabello y limpiándose la comisura de los labios, apenas se atrevió a rozar la mejilla sonrosada del niño.

Pero supo en ese mismo instante que él, el pobre Amasai, había recibido un regalo tan grande que ni los reyes más poderosos pudieran nunca haber soñado.
 Estaba seguro de que a su regreso no tendría otra cosa que contar a su esposa, a sus hijos y sus amigos. El resto de su vida la pasaría intentando buscar las palabras que describieran aquel encuentro.

Cerró los ojos y soñaba con el día en que se viera rodeado de sus nietos pidiéndole con insistencia: abuelo, cuéntanos otra vez lo del niño.

De sus pensamientos le sacó la voz suave de María:
-Por favor, José, le dijo a su esposo, dale un poco de leche, pan y queso. Este hombre está casi desfallecido.

Y al tiempo, le entregó el frasco del incienso. José miró dentro e hizo un gesto de extrañeza, sin saber si el contenido era un condimento exótico o un remedio para algún tipo de mal. De todas maneras, tomó la precaución de colocarlo en alto sobre una viga, por miedo a que pudieran comérselo las gallinas.

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Los días siguientes, Gaspar, no podía olvidar la mirada de María. Imperceptible para los demás, a él le había dejado inquieto y preocupado.
Comenzó a observar a su criado. Ahora pudo darse cuenta de que cojeaba un poco de la pierna derecha y se ayudaba para caminar apoyando su mano en la cadera; en cuanto a la túnica, poca protección le daría contra el frío.

Le impresionaron sus pies: las sandalias, de tan gastadas, dejaban al descubierto unos talones endurecidos y llenos de grietas. ¡Dios mío, cómo había envejecido! ¡Por qué no se había fijado en él hasta ahora!

Tomó una decisión rápida y se fue a hablar con Melchor y Baltasar. Cuando los pajes observaron la discusión bastante acalorada entre los reyes, llena de negativas con la cabeza y de gestos de firmeza, golpeando con el puño sobre la mano abierta, entendieron que algo serio se estaba cociendo y que, muy probablemente, serían ellos quienes pagaran las consecuencias de aquel debate.

Gaspar le llamó en voz alta:
-Amasai, mañana quiero hablar contigo.

 Temió lo peor y no pegó ojo en toda la noche. Me lo veo venir, se decía, seguro que me larga el cuento de la crisis: que las cosas están muy mal... que esto hay que sacarlo adelante entre todos... que tenemos que apretarnos el cinturón... que hay que reducir gastos..., que él qué quisiera... que hacer esto le da mucha pena... En resumen, que hemos decidido quedarnos con un solo paje para los tres reyes con el fin de ahorrar costos y que no nos parece bien cargarte con tanto trabajo, dado el aprecio que te tenemos. Así que nos quedaremos con Jusuf, el más joven.

No quiso comer nada aquella mañana. Su mente la recorrían negros pensamientos, como las nubes que anuncian un temporal:
 -¿Qué voy a hacer ahora? ¿Quién va a contratar a un hombre de mi edad, cansado y medio cojo? ¿Qué será de mi familia, Dios mío?

Le extrañó la sonrisa bonachona del rey y cómo se frotaba las manos. No le pareció un mal presagio para la temida entrevista, pero tampoco suficiente indicio como para desechar sus miedos.
-Pero, hombre, qué te pasa ¡si estás temblando! Anda, siéntate, que tenemos mucho de qué hablar.

Amasai temblaba más aún, pues jamás le había tratado con esa familiaridad y mucho menos invitado a sentarse en su presencia.

-Cuántos años llevas a mi servicio.
-¿No lo recuerda, señor? Apenas era yo un muchacho cuando usted le pidió a mi padre que  fuera su criado.

-¿Estás casado? ¿Cuántos hijos tienes?

-Mi esposa se llama Alina. Y tengo tres hijos pequeños, las dos niñas ayudan a su madre con la casa, el huertecillo y las gallinas. El varón anda a lo que sale, pequeños trabajos en el campo o pastor... ya sabe, señor, cómo es la vida de los pobres. Fíjese que con los ahorros de este viaje pensábamos comprar un borriquillo...

Iba a añadir yo comprendo que las cosas están mal, en un intento de allanarle el camino para lo que estaba seguro iba a decirle.

Pero Gaspar le interrumpió:
-Bueno... vamos a ver... te he estado observando estos últimos días y... (Amasai se restregaba las manos, cada vez más nervioso, y pensando: ¡ya! ¡es ahora cuando me lo va a soltar!).

De pronto, los ojos se le abrieron como si su entendimiento necesitase más luz para comprender lo que estaba oyendo; su cansado corazón latía de manera alocada, necesitaba recibir más aire en los pulmones, por eso casi jadeaba.

Y supo que no era un sueño lo que sucedía porque el rey depositó en sus manos una bolsita de cuero haciendo tintinear las monedas mientras se la entregaba.
-...he pensado, continuó Gaspar, que tendrás que comprarte una túnica nueva y una capa para envolverte en las noches frías. Busca al mejor zapatero y que te haga un buen calzado a tu medida. No quiero que un criado mío vaya por ahí como un andrajoso y casi descalzo.

El pobre Amasai se alejó medio mareado por la emoción y comenzó a caminar sin rumbo dando trompicones acá y allá. Luego volvió sobre sus pasos, se postró en tierra e intentó besarle los pies. La palabra “gra-ci-as” le salió a trozos.

Gaspar le ayudó a incorporarse, se reclinó en el sillón y adoptó su postura favorita, la que denotaba un estado de completa felicidad: con los dedos entrelazados sobre su barrigota hacía girar los pulgares como si se persiguiesen en el uno al otro, primero en un sentido y luego en el inverso, mientras adornaba su cara con gesto socarrón, que se convertía en sonrisa: je, je, je...


Cuando Amasai se alejaba de él, todavía le dijo:
-¡Ah!, se me olvidaba, y cómprate también un buen borrico para la vuelta a casa. El camino será largo, porque tendremos que dar un rodeo.
Y le gritó, ya lejos:
-Que sea para hoy, porque tenemos que despedirnos del Niño, de María y de José.
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         Antes de entrar, Gaspar ya supo que María conocía lo sucedido, porque percibió el suave aroma del incienso. Efectivamente, José había puesto unos granitos sobre las ascuas. El niño estaba  dormidito en el regazo de su madre. Ella miró a Amasai de arriba abajo con un gesto de aprobación y entonces ofreció el niño a Gaspar para que lo besara.
        
Mientras tanto, los ángeles cantaban:
¡¡¡Gloria a Dios en el Cielo
y Paz en la tierra a los hombres,
a quienes Dios ama!!!

         De un golpe, Amasai lo vio todo con claridad: esta vez no se le fue por alto la mirada de María a su amo.
Yo seré viejo, pero no tonto, se dijo.       
         --- 0 ---

Cuentan los campesinos de aquellas montañas que una extraña caravana atravesó sus aldeas. Nunca habían visto unos reyes tan alegres ni unos pajes con tan buen porte.

Reunían a todos en la plaza y gritaban:
-Ha nacido el Salvador. Lo han visto nuestros ojos y ha transformado nuestros corazones. ¡¡Id también vosotros a Belén!!

                                                        Fin.
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Para mi querida parroquia de Mesas de Asta.
         Para los niños que este año harán su Primera Comunión.
Para sus padres y familiares.

Y para...



              José Palomas Agout
Navidad 2010