viernes, 2 de noviembre de 2012

EMAÚS






 A propósito de Lc 24, 13-35.


¡¡Él sale a nuestro encuentro!!



Vivía junto al pozo que parte el camino entre Jerusalén y Emaús. El huertecillo, unos cuantos animales y alguna moneda de los viandantes le eran suficientes para sentirse feliz. Y lo era.

Con el paso del tiempo, Jamil, se había convertido en un experto en caminantes. Comenzó prestando atención a las conversaciones, estudiando minuciosamente sus indumentarias y pertenencias, sus cabalgaduras y su séquito.

Ahora estaba orgulloso de poder conocerlos  a lo lejos. Apenas coronaban la loma, ya sabía si se trataba de comerciantes o  peregrinos, si eran ricos o pobres; incluso se aventuraba en adivinar su estado de ánimo.
                  
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“Vienen derrotados”, pensó, apenas  se dibujaron en la lejanía aquellos dos viajeros. Cuando estuvieron cerca, su intuición se confirmó: caminaban lentamente, cabizbajos y casi arrastrando los pies.

En tantos años no recordaba que alguien pasara de largo sin acercarse al pozo ni dirigirle la palabra.  Pero fue así.

Notó que no iban en silencio, discutían y se reprochaban cosas en voz baja, apenas perceptible. No obstante, al cruzarse, su fino oído captó nítidamente una frase: “Nosotros esperábamos que él sería el liberador de Israel...”

Mientras se perdían en el horizonte, observó que uno de ellos arrastraba el manto por el polvo. Fue la triste imagen que guardó en la memoria.

Se frotaba las manos por su buen ojo, pero, aunque había visto ir y venir a muchos embaucados por mesías, profetas y predicadores, estos dos le daban pena de manera especial, sin saber muy bien porqué.
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Casi atardecía cuando apareció. Su fino olfato le indicó que no se trataba de un aldeano corriente. Este hombre no encajaba en ninguna de sus clasificaciones. Estaba seguro de que jamás se había encontrado con alguien como él.

No era sólo su porte, su figura, su forma de caminar; era el calor que sentía en lo más hondo a medida que se acercaba. Le ardía el corazón.                               Con una sonrisa y una leve inclinación agradeció el agua que le ofrecía. Y lo miró.

Él, el pobre Jamil, dio por muy bien empleada una vida entera junto al pozo, si este encuentro era la recompensa.

El extraño caminante parecía inquieto, tenía el ademán de quien busca algo con mucho interés. Haciendo visera con su mano oteaba el camino que lleva a Emaús.

No fue necesario que le preguntara, porque él sabía muy bien qué buscaba. Carraspeó para hacerse el interesante y le dijo: “Estoy seguro de que los alcanzará antes de que caiga la noche”.

Cuando lo perdió de vista camino abajo se recostó sobre el brocal y suspiró profundamente. ¡Cómo le gustaría ser uno de esos dos caminantes a quienes seguía los pasos este hombre! No tenía nada, pero entregaría gustoso su vida a quien se tomara tanto empeño por él.

Aunque la cabeza le daba vueltas y las preguntas se le amontonaban, tenía la seguridad de que su vida no sería la misma después del breve encuentro de esta tarde.

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 Le despertaron unos pasos apresurados por la vereda plateada a la luz de la luna llena. Oía risas y comentarios en voz alta, rompiendo la quietud de la noche. Se frotó los ojos y apenas tuvo tiempo de mascullar un ¡cómo es posible!

Sólo recuerda que le saludaron con un abrazo y un sonoro beso, mientras soltaban una catarata de palabras: ¡Era él en persona! ¡Qué alegría! ¡Era verdad! ¡Tenemos prisa por llegar a Jerusalén!

Se quedó boquiabierto. ¿Eran éstos los mismos desolados caminantes de la mañana? ¿Pero quién podría imaginarse tal cambio en tan breve tiempo? Ahora rebosaban alegría, ¡y volaban subiendo la cuesta!

Ignoraba qué sucedió aquella tarde, pero el encuentro con ese hombre los había transformado.

Y él, ¿dónde está ahora? No hubiera sabido responder con palabras, pero sí conocía la respuesta, porque su corazón había percibido el arrebato de aquella fugaz presencia.

Como un maestro que quisiera resaltar algo importante, levantó el dedo índice y, muy serio, sentenció para sí mismo:

 “Eres muy afortunado, Jamil. Has sido testigo de un hecho maravilloso.  Lo que piensas es verdad porque ha sucedido, aunque no puedas explicarlo. ¡Su presencia permanece en aquellos con quienes se encuentra! ¡¡Iban tan felices porque él les acompañaba!!              

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A la sombra de la palmera preparó un cómodo lugar donde pudiera sentarse. Y colocó al ladito un cuenco de agua fresca.

“Por si vuelve”, se dijo.

Cerro los ojos y suspiró. Volvió a dormirse, ahora con una sonrisa en los labios.
                  
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      Mesas de Asta, 2 de Marzo de 2011.
                                       José Palomas Agout.