viernes, 2 de noviembre de 2012

Pentecostés



(El Espíritu sigue soplando donde, cuando y a quien quiere).









Su primera intención fue acelerar y pasar el semáforo, pero el ámbar había cambiado a rojo dos vehículos antes del suyo y era peligroso arriesgarse. Porque allí, sentado en una desvencijada silla de playa y a la poca sombra que ofrecía la farola, como todos los días, estaba él.

Se levantó con parsimonia y se acercó con ese movimiento ondulante que observamos en los jugadores de baloncesto y en los jóvenes negros de las películas americanas. Creo que deberían ensayar el estilo los de la alfombra roja y tal vez los políticos al recoger su bastón de mando: le daba un aire distinguido.

Pues con  su sonrisa, sus pañuelos de papel, sus ambientadores para coches y sus rosarios de plástico se acercó a ella. Conocía el protocolo, aunque por primera vez era la protagonista. Y lo aplicó. Con la radio y el aire acondicionado encendidos, las puertas bloqueadas y la mirada en el infinito se hacía la distraída. Él tocaba el cristal y le ofrecía la mercancía.

Mientras ella movía nerviosamente el pie y murmuraba para sus adentros mirando la luz “vamos, vamos, cambia ya de una vez”, él seguía insistiendo con una sonrisa imperturbable. Ahora ponía la mano en su corazón y hacía el signo internacional de que necesitaba comer.

Cual si hubiera ensayado salidas en fórmula uno, el color verde hizo rechinar las ruedas y escapó. La siguiente rotonda, sin embargo, la tomó despacio y con el corazón galopándole dentro del pecho. Algo se había roto en lo más hondo, debilitando la armadura de hermetismo y frialdad que le habían enseñado a llevar. Alguien, interiormente, con una mezcla de suavidad y firmeza la invitaba a cambiar. Sintió un ímpetu, una fuerza y, a modo de anticipo de lo que estaba por llegar, una lágrima de alegría corrió por su rostro.

Esta vez calculó adrede la maniobra para llegar con el semáforo rojo. El joven vendedor se extrañó, no tanto al verla de nuevo sino por su cambio de actitud.

-Yo, María, dijo señalándose.

-Mi, Iffi, Nigeria.

-¿Cuánto todo?

Después de un gesto de incredulidad, Iffi, dibujó con su dedo sobre la palma de ella el dos y el cero.

-¿Veinte Euros?

Por la pregunta, le pareció que quería regatear el precio, y respondió:

-¿Cuánto tú?

Sin decir palabra, María depósito entre aquellos dedos el dinero. Y, devolviendo la mercancía, añadió subrayándolo con un gesto:

-Esto, tuyo, para ti. Regalo. Hoy, Domingo, fiesta muy importante aquí en España.

Iffi se tocó la frente, se puso la mano en el corazón, inclinó levemente la cabeza y le dijo:

-Tú muy buena, mi Dios bendice a ti.

-Y el mío, pensó ella mientras arrancaba despacio, esta vez empujada por el claxon y las protestas de los de demás.

“Cada uno los oía hablar de las maravillas de Dios en su propio idioma” (Hch 2,6)

                                                                                                       José Palomas Agout.