A él le
gustaba ser pastor. Cuando aún no había
amanecido, ya sus ovejas pastaban en el
campo. Las conocía a todas por su nombre y le encantaba dar órdenes a
Zulma, su perro, para que no se
dispersasen demasiado.
El
abuelo Ibrahim le había enseñado todo lo que sabía, pero no solamente de ovejas, sino de todas las
cosas de la vida.
Un día lo
llamó, se puso muy serio y le dijo solemnemente:
“Talmay, hoy te nombro mi heredero. Toma, es tuya,
consérvala con cariño. Sirve para que las ovejas se sientan queridas y para
rezar a Dios a la caída de la tarde”.
Mientras
hablaba, sacó del zurrón una flauta de caña tan vieja y usada como él y la
depositó en sus manos. La flauta y el
abuelo eran, en cierto modo, la misma cosa: nunca llegaría a saber quién había
aprendido de quién, pero lo cierto es que, después de tantos años juntos, la
voz del abuelo sonaba dulce como una melodía, mientras las notas de la flauta
le recordaban los cuentos que tantas
veces había oído de su boca a la luz de la candela.
La
acarició y la besó. No necesitó aprender, porque tenía grabados en su memoria
desde siempre aquellos sonidos. Con ellos se despertaba y se dormía desde que
estaba en la cuna.
Le
recordaban la frescura del amanecer cuando sacaba las ovejas del cobertizo; y
el olor a tierra húmeda después de las primeras lluvias; y el arroyo como un
hilo de plata reflejando la luna llena.
Todavía hoy,
cada tarde sin faltar ninguna, le pedía a su abuelo:
“Toca la
flauta, por favor”.
Éste, después de acariciarse la barba, respondía:
“Tocaré para
Dios. Es nuestra oración para darle gracias por este día. Él ha sido bueno con
nosotros también hoy”.
¡Cómo
disfrutaba ahora él con todo el horizonte iluminando sus ojos, mientras
desgranaba, nota a nota, aquella herencia, mucho más valiosa que todo el oro del
mundo¡
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Hacía algún
tiempo que venía notando cosas extrañas. En el cielo las estrellas se mostraban
como alocadas, corriendo de un lado para otro. Una noche observó un suceso
extraordinario: por la parte de oriente apareció un lucero grande y luminoso.
Tanta luz no le cabía dentro, de forma que se derramaba dejando tras de sí una
estela como un manto. Pasó muchas horas tendido sobre la hierba, feliz y sin
pensar en nada, porque aquella estrella le inundó el alma con una alegría
inmensa.
Pero también
había signos en su aldea. No sé, la gente se afanaba en limpiar y ordenarlo
todo, incluso habían sembrado flores a las puertas de sus chozas. Escuchó
tatarear canciones a gente que normalmente se mostraba sería y malhumorada; vio
cómo los solitarios se asomaban a sus puertas para saludar a los vecinos y
besar a los niños; y no salía de sus asombro cuando el más avaro y tacaño de la
aldea se pasó la tarde repartiendo hogazas de pan blanco entre los pobres.
Y al fin
sucedió.
Una noche
mientras velaba al raso su rebaño, se le apareció un ángel del Señor. Brillaba
mil veces más que la estrella. La dulzura de aquella voz sólo era comparable a
las notas de su flauta.
“No temas,
Talmay, le dijo,
porque te traigo una gran noticia: ha nacido el Salvador, el Mesías, el Señor.
Vete corriendo al portal y allí podrás encontrarlo. Lo reconocerás fácilmente,
porque está envuelto en pañales y acostado en un pesebre”.
Se olvidó de
las ovejas y de que era noche cerrada. A trompicones, sus pies casi volaban por
la vereda. Pronto se encontró entre un tumulto de gente que acudía desde todos
los rincones. Iban alegres y comentaban el mismo suceso que él había vivido.
“No me
extraña, pensó,
porque esa voz ha tenido que resonar en todos los corazones”.
Sus
parientes y vecinos iban cargados de regalos: leche, queso, miel, gallinas,
corderos, huevos… Y él, ¿se presentaría
con las manos vacías? Vaciló y detuvo sus pasos por un momento, se rascó
la cabeza… pero en seguida sonrió y prosiguió su carrera.
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El cobertizo
al borde del arroyo brillaba como un ascua. Todas las estrellas se habían
concentrado allí abajo y atraía como la luz a las mariposas en las noches
oscuras. Le palpitaba el corazón.
Se extrañó
al encontrar fuera del portal unos caballos magníficos y un carro reluciente.
Y más aún de
que hubieran acotado un espacio para custodiarlos dentro de él, expulsando de
allí a los borriquillos de la gente.
Pero menos
entendía la escena que contempló cuando al fin pudo abrirse paso para entrar:
trepado a un pedestal, un hombre hablaba solemnemente. Vestía capa larga, que
dos personas se encargaban de alisar y limpiar continuamente del polvo y las
plumas de las gallinas. Llevaba sobre su cabeza un gorro alto, que casi tocaba
la paja del techo. Otros dos hombres le sostenían el papiro en el que leía su
discurso.
En aquel
momento estaba diciendo:
”…y como bien sabe su majestad, nosotros
siempre hemos estado cerca de los pobres, los llevamos en nuestro corazón…
precisamente tenemos preparada una serie de medidas para mejorar…”.
Se fijó en que la gente se iba
escabullendo, cada cual como podía.
Las
gallinas se habían acomodado para dormir escondiendo la cabeza debajo del ala y
sosteniéndose en una sola pata.
San José
estaba de pie agarrado a su vara con ambas manos, intentando disimular el
sueño, aunque los ojos se le caían y daba cabezadas continuamente.
El
Niño lloraba, lloraba y lloraba. No paraba de llorar. Estaba rojo. “Enmorecío,
el pobrecito”, dijo una anciana a su lado.
Pero
mientras más lloraba el Niño, más alzaba la voz aquel señor.
María,
su madre, movía la cuna, aunque sin mucha convicción. Tal vez albergaba la
esperanza, pensó Talmay, de que, si el Niño no se callaba, éstos terminarían
por irse.
En
medio de tanto lío creyó adivinar en las caras de todos un gesto apenas
perceptible animándolo a hacer lo que había venido a hacer.
Así
que se decidió. Abrió el zurrón, sacó la flauta y comenzó a tocar su melodía
preferida.
El que hablaba, sin inmutarse, decía
ahora:
”…y gracias
también a este pastorcito, que pone música de fondo a nuestro humilde discurso
de bienvenida…”
Uno de los servidores susurró algo al oído del señor del
gorro, quien carraspeó y dijo:
“Bien, a lo mejor
su excelencia está algo cansada, porque es muy tarde, así que nos vamos, no sin
antes volver a ofrecerle nuestros aposentos allá en la capital y nuestra total
disponibilidad y bla, bla, bla…”.
Y así lo
sacaron medio a rastras, mientras él volvía la cabeza levantaba el dedo índice
y seguía hablando con intención de finalizar su discurso sea como fuere.
Cuando
salieron hubo un “¡uf!” de alivio colectivo.
Las
gallinas se sacudieron y comenzaron a picotear por el suelo.
José
soltó la vara, se desentumeció y se dispuso a preparar algo de comer. También
en María pudo percibirse un leve suspiro.
Y
el Niño dejó de llorar. Ahora reía y manoteaba.
Fue
entonces cuando se acercaron en tropel las mujeres. Piropeaban al recién nacido
y ofrecían a María sus pequeños regalos, mientras otras se afanaban en dejar el
portal reluciente.
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María
le sonrió y lo llamó por su nombre. El corazón le brincaba dentro del pecho:
“Talmay, ven,
acércate, al Niño le ha gustado mucho tu melodía”.
Ni
todos los amaneceres juntos podían compararse a la hermosura y la gracia de lo
que sus ojos contemplaron dentro de aquella cuna.
El
Niño agitaba nerviosamente las piernecitas; se reía y alargaba las manos hacia
la flauta, como queriendo atrapar las notas que salían de ella.
“Puedes
quedarte un ratito más con él, hasta que se duerma”.
De
puntillas, se disponía ya a salir, cuando María lo llamó en voz baja y le dijo:
“Me gustaría
que vinieras todas las tardes a jugar con él y tocar tus canciones. ¡Son tan bonitas!”.
Talmay
no atinó a decir nada, no le salía la voz de la garganta. Hizo un gesto
afirmativo con la cabeza. María susurró un “gracias” y lo despidió con un beso.
Pasó
varias horas fuera, sentado en la primera piedra que encontró, saboreando aquel
momento e intentando calmar los latidos de su corazón. Cuando tomó el camino de
vuelta nunca supo si es que había amanecido o es que sus ojos se habían
inundado ya para siempre de la luz de aquel Niño.
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¡Que
si quería ir cada tarde! Ya no pensaba en otra cosa. Los días le parecían tan
largos que animaba al sol para que bajara rápido y llegara el momento del
encuentro.
El Niño
conocía sus pasos y su voz. Apenas lo oía saludar a María y José, comenzaba a
mostrar la alegría del nuevo encuentro agitando sus manitas y riendo.
María acunaba al Niño en su regazo
para contemplarlo más de cerca. Entonces, de la flauta de Talmay comenzaban a
manar, como por encanto, canciones que jamás había tocado y que llenaban el
ambiente de paz y sosiego. Ella, levantando los ojos apenas perceptiblemente,
le dedicaba una mirada de agradecimiento y cariño.
Y él, el
pobre Talmay, un pastorcillo que cuidaba su ganado en las montañas y a quien
apenas conocía un puñado de gente, sentía una alegría que le inundaba el alma.
En estos
momentos siempre pensaba en su abuelo:
“Hubiera
disfrutado mucho estando aquí. Ahora sí que comprendería lo que es tocar para
Dios”.
Sanlúcar de Barrameda,
Navidad 2011.