A propósito de Lc 24, 13-35.
¡¡Él sale a nuestro encuentro!!
Vivía junto al pozo que parte el camino entre Jerusalén y Emaús. El
huertecillo, unos cuantos animales y alguna moneda de los viandantes le eran
suficientes para sentirse feliz. Y lo era.
Con el paso del tiempo, Jamil, se
había convertido en un experto en caminantes. Comenzó prestando atención a las
conversaciones, estudiando minuciosamente sus indumentarias y pertenencias, sus
cabalgaduras y su séquito.
Ahora estaba orgulloso de poder
conocerlos a lo lejos. Apenas coronaban
la loma, ya sabía si se trataba de comerciantes o peregrinos, si eran ricos o pobres; incluso
se aventuraba en adivinar su estado de ánimo.
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“Vienen derrotados”, pensó, apenas se dibujaron en la lejanía aquellos dos
viajeros. Cuando estuvieron cerca, su intuición se confirmó: caminaban
lentamente, cabizbajos y casi arrastrando los pies.
En tantos años no recordaba que
alguien pasara de largo sin acercarse al pozo ni dirigirle la palabra. Pero fue así.
Notó que no iban en silencio,
discutían y se reprochaban cosas en voz baja, apenas perceptible. No obstante,
al cruzarse, su fino oído captó nítidamente una frase: “Nosotros esperábamos
que él sería el liberador de Israel...”
Mientras se perdían en el horizonte,
observó que uno de ellos arrastraba el manto por el polvo. Fue la triste imagen
que guardó en la memoria.
Se frotaba las manos por su buen
ojo, pero, aunque había visto ir y venir a muchos embaucados por mesías,
profetas y predicadores, estos dos le daban pena de manera especial, sin saber
muy bien porqué.
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Casi atardecía cuando apareció. Su
fino olfato le indicó que no se trataba de un aldeano corriente. Este hombre no
encajaba en ninguna de sus clasificaciones. Estaba seguro de que jamás se había
encontrado con alguien como él.
No era sólo su porte, su figura, su
forma de caminar; era el calor que sentía en lo más hondo a medida que se
acercaba. Le ardía el corazón. Con una sonrisa y una leve inclinación agradeció el agua que
le ofrecía. Y lo miró.
Él, el pobre Jamil, dio por muy bien
empleada una vida entera junto al pozo, si este encuentro era la recompensa.
El extraño caminante parecía
inquieto, tenía el ademán de quien busca algo con mucho interés. Haciendo
visera con su mano oteaba el camino que lleva a Emaús.
No fue necesario que le preguntara,
porque él sabía muy bien qué buscaba. Carraspeó para hacerse el interesante y
le dijo: “Estoy seguro de que los alcanzará antes de que caiga la noche”.
Cuando lo perdió de vista camino
abajo se recostó sobre el brocal y suspiró profundamente. ¡Cómo le gustaría ser
uno de esos dos caminantes a quienes seguía los pasos este hombre! No tenía
nada, pero entregaría gustoso su vida a quien se tomara tanto empeño por él.
Aunque la cabeza le daba vueltas y
las preguntas se le amontonaban, tenía la seguridad de que su vida no sería la
misma después del breve encuentro de esta tarde.
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Le despertaron unos pasos apresurados por la
vereda plateada a la luz de la luna llena. Oía risas y comentarios en voz alta,
rompiendo la quietud de la noche. Se frotó los ojos y apenas tuvo tiempo de
mascullar un ¡cómo es posible!
Sólo recuerda que le saludaron con
un abrazo y un sonoro beso, mientras soltaban una catarata de palabras: ¡Era
él en persona! ¡Qué alegría! ¡Era verdad! ¡Tenemos prisa por llegar a
Jerusalén!
Se quedó boquiabierto. ¿Eran éstos
los mismos desolados caminantes de la mañana? ¿Pero quién podría imaginarse tal
cambio en tan breve tiempo? Ahora rebosaban alegría, ¡y volaban subiendo la
cuesta!
Ignoraba qué sucedió aquella tarde,
pero el encuentro con ese hombre los había transformado.
Y él, ¿dónde está ahora? No hubiera
sabido responder con palabras, pero sí conocía la respuesta, porque su corazón
había percibido el arrebato de aquella fugaz presencia.
Como un maestro que quisiera
resaltar algo importante, levantó el dedo índice y, muy serio, sentenció para
sí mismo:
“Eres muy afortunado, Jamil. Has sido testigo
de un hecho maravilloso. Lo que piensas
es verdad porque ha sucedido, aunque no puedas explicarlo. ¡Su presencia permanece en
aquellos con quienes se encuentra! ¡¡Iban tan felices porque él les
acompañaba!!
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A la sombra de la palmera preparó un
cómodo lugar donde pudiera sentarse. Y colocó al ladito un cuenco de agua
fresca.
“Por si vuelve”, se dijo.
Cerro los ojos y suspiró. Volvió a
dormirse, ahora con una sonrisa en los labios.
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Mesas de Asta, 2 de Marzo de
2011.
José Palomas Agout.