(El Espíritu sigue
soplando donde, cuando y a quien quiere).
Su primera intención fue acelerar
y pasar el semáforo, pero el ámbar había cambiado a rojo dos vehículos antes
del suyo y era peligroso arriesgarse. Porque allí, sentado en una desvencijada
silla de playa y a la poca sombra que ofrecía la farola, como todos los días,
estaba él.
Se levantó con parsimonia y se
acercó con ese movimiento ondulante que observamos en los jugadores de
baloncesto y en los jóvenes negros de las películas americanas. Creo que
deberían ensayar el estilo los de la alfombra roja y tal vez los políticos al
recoger su bastón de mando: le daba un aire distinguido.
Pues con su sonrisa, sus pañuelos de papel, sus
ambientadores para coches y sus rosarios de plástico se acercó a ella. Conocía
el protocolo, aunque por primera vez era la protagonista. Y lo aplicó. Con la
radio y el aire acondicionado encendidos, las puertas bloqueadas y la mirada en
el infinito se hacía la distraída. Él tocaba el cristal y le ofrecía la
mercancía.
Mientras ella movía nerviosamente
el pie y murmuraba para sus adentros mirando la luz “vamos, vamos, cambia ya de
una vez”, él seguía insistiendo con una sonrisa imperturbable. Ahora ponía la
mano en su corazón y hacía el signo internacional de que necesitaba comer.
Cual si hubiera ensayado salidas
en fórmula uno, el color verde hizo rechinar las ruedas y escapó. La siguiente
rotonda, sin embargo, la tomó despacio y con el corazón galopándole dentro del
pecho. Algo se había roto en lo más hondo, debilitando la armadura de
hermetismo y frialdad que le habían enseñado a llevar. Alguien, interiormente,
con una mezcla de suavidad y firmeza la invitaba a cambiar. Sintió un ímpetu,
una fuerza y, a modo de anticipo de lo que estaba por llegar, una lágrima de
alegría corrió por su rostro.
Esta vez calculó adrede la
maniobra para llegar con el semáforo rojo. El joven vendedor se extrañó, no
tanto al verla de nuevo sino por su cambio de actitud.
-Yo, María, dijo señalándose.
-Mi, Iffi, Nigeria.
-¿Cuánto todo?
Después de un gesto de
incredulidad, Iffi, dibujó con su dedo sobre la palma de ella el dos y el cero.
-¿Veinte Euros?
Por la pregunta, le pareció que
quería regatear el precio, y respondió:
-¿Cuánto tú?
Sin decir palabra, María depósito
entre aquellos dedos el dinero. Y, devolviendo la mercancía, añadió
subrayándolo con un gesto:
-Esto, tuyo, para ti. Regalo.
Hoy, Domingo, fiesta muy importante aquí en España.
Iffi se tocó la frente, se puso
la mano en el corazón, inclinó levemente la cabeza y le dijo:
-Tú muy buena, mi Dios bendice a
ti.
-Y el mío, pensó ella mientras
arrancaba despacio, esta vez empujada por el claxon y las protestas de los de
demás.
“Cada uno los oía hablar de las
maravillas de Dios en su propio idioma” (Hch 2,6)