El
camarero permaneció con la mano extendida mirando la moneda que él le había
entregado ceremoniosamente. A la sonrisa de oficio añadió en este momento una
pizca de desdén, como era su costumbre cuando adivinaba que algo iba a salir
mal. Con un golpe de vista ya había calibrado la situación.
-“Es uno con veinte, señor. Ha subido”.
-“Disculpe, no lo sabía”, respondió él con
aire distraído mientras se lanzaba a la aventura de rebuscar un milagro en el
monedero, pues tenía la seguridad de que con aquel café se había agotado
definitivamente su liquidez.
A la
espera de un gesto magnánimo por parte de la casa, hurgó además en todos los
bolsillos, mientras mascullaba en voz baja:“¡Que
fastidio! he olvidado la cartera en casa, suele ocurrirme a menudo”. Estaba
seguro de que en algún momento aparecería en aquel rostro el gesto
condescendiente de quien se hace cargo de la situación y, aunque sólo fuera por piedad, pronunciaría
las palabras salvadoras:
-“Déjelo, señor, otro día me da lo que falta”.
Pero
no sucedió. Muy al contrario, tintineaba
nerviosamente con la cucharilla sobre el vaso, mientras atraía la atención de
todos gritando a su compañero de la barra:
-“Voy en seguida, en cuanto el señor me
pague”.
Jugando
de farol intentó impresionarlo con el bolso de mano, desparramando sobre la
mesa facturas de restaurantes caros y de tiendas a la última moda, mientras le
observaba con el rabillo del ojo por si adivinaba algún cambio en su expresión.
-“Siempre guardo algún billete para ocasiones
embarazosas como ésta. Es un buen recurso, ¿no lo cree usted también?”
Pero
los pliegues del papel aparecían demasiado marcados por la suciedad, delatando
que habían actuado en otros escenarios. Sonaban
a cartas de recomendación presentadas -y rechazadas- en mil despachos, que tampoco aquí surtieron el
efecto deseado. Escabulléndose por la última rendija había salido de muchos
atolladeros y caminado por el filo de la navaja en asuntos verdaderamente
gordos, porque nunca perdió de vista la vía de escape. Esta vez no tomó
precauciones y se veía perdido, como los grandes genios del robo y la extorsión, que terminan
condenados de por vida a partir de una simple infracción de tráfico.
El
sudor delataba los peores augurios sobre lo que sucedería en breves momentos.
Un señor, desde la otra esquina, observaba la escena por encima del periódico;
otros comensales cuchicheaban a su alrededor. Mientras, el camarero movía la cabeza y le señalaba con ambas
palmas abiertas. Hubiera preferido mil veces un insulto a gritos o que
lo expulsaran del bar con malos modos, pero esto no. Aquel gesto descubría la
cruda realidad de su situación real, corría el velo con el que hasta ahora
había intentado ocultarla a todos –e incluso a sí mismo-:“miradlo”, parecía decir, he
aquí al gran hombre”.
Y
entonces ocurrió. Era como un milagro para quien ya ha perdido toda esperanza,
el indulto para el reo en el corredor de la muerte. Estaba allí, bajo la mesa
de al lado entre los restos de un desayuno anterior.
-“¿Puede volver dentro de un minuto? He de hacer una llamada
importante…”
Con
un movimiento de maestro dejó caer la pluma, que se dispuso a recoger del suelo
sin perder su porte digno, al tiempo que agarraba con fuerza y escondía en su mano una moneda, la rama
salvadora, que le libraría de precipitarse en caída libre hasta el fondo del
precipicio. Luego hizo que sonara
ostentosamente en el platillo y, con modos de jeque árabe, dijo distraídamente al camarero: “quédese con la vuelta”. La propina de
hoy, a diferencia de las anteriores, no era un gesto magnánimo revestido de la
pizca de sentimiento de superioridad con que solía acompañarlas. Ésta revirtió
en su provecho y le produjo alivio y paz.
Había
escapado de nuevo, sí, pero no le quedaban casillas en blanco para moverse. ¿A
quién podría recurrir? La lista de sus
amigos, repasada una y mil veces, le llevó a una conclusión: “han dejado de serlo”. Algunos se
acercaron a él en tiempos de abundancia para cosechar de su árbol, pero, cuando
percibieron las primeras vías de agua, abandonaron precipitadamente el barco; a
otros les había unido el intercambio de intereses, y se apartaron sin mirar
atrás cuando dejó de ser interesante; de los muy pocos a quienes podía seguir
llamando amigos de verdad había abusado de tal manera, con tal género de tretas y artimañas, que
ahora invernaban en esa pausa propia de las almas buenas esperando un cambio de
actitud para retomar la relación. Como cualquier acuífero sobre explotado, éste
había terminado por secarse.
En
casa, extendió sobre la mesa sus tarjetas de crédito. Así, desordenadas y en
confusión, se las imaginó como la maquinaria pesada de una mina de oro
abandonada, tan llenas de polvo y moho, que resultaría imposible extraer con
ellas ni una pepita, por insignificante que pudiera ser. En otro tiempo habían
impresionado a muchas personas, que le auparon no diría que a cumbres muy
altas, pero sí a ese tipo de pedestales efímeros para discursos u homenajes de
fin de semana. Ahora, las mismas, como trampas antipersona sembradas a su
alrededor, le obligaban a mirar muy bien
dónde pisar, convirtiéndole en un verdadero maestro en el arte de esquivar
encuentros, llamadas, cartas y apremios.
Sonrió
amargamente. Era como encontrarse, ahora en la vejez, ya mermados por el
colesterol y el azúcar, apuntalados con píldoras de todos tamaños y colores, los
viejos compinches de trastadas, desmanes y locuras de aquellos tiempos jóvenes,
que se fueron irremisiblemente. Suspiró y dijo:
-“¡Qué bien lo hemos pasado juntos!”
¡Y
qué bien las conocía! Una por una.
Porque, como él, tenían vida propia y personalidad independientes. Cual capo
mafioso asignó y cargó -eso- sobre cada una de ellas una función a cumplir,
desde las más nobles hasta las inconfesables. Eran como lacayos electrónicos
que le habían permitido dar cumplimento
a todos sus caprichos. Con esta viajó a lugares exóticos y pagaba facturas
carísimas. Muchos ojos incautos se dejaron deslumbrar y seducir por el reflejo
metálico que irradiaba y, hechizados, se
entregaban sumisamente a su voluntad. Esta otra era su compañera inseparable en
los negocios. La seriedad del diseño y las cifras que aparecían en pantalla le
abrieron grandes perspectivas y propuestas sin fin de crear sociedades, aunque,
a la hora de la verdad, las cantidades
virtuales no siempre pudieran convertirse en reales. Las demás, de vivos
colores y llamativas, eran sus monederos para pequeños gastos y asuntillos de
poca monta.
Se
fueron viniendo a menos como si de un noble linaje se tratara, languideciendo
brevemente y muriendo en pocos días. Permaneció el escudo, la apariencia, la
fachada, pero dentro, en la banda magnética, reinaban las telarañas.
Si
alguien le hubiera pronosticado que algún día se encontraría aquí, sentado en
esta mesa y oyendo las penas de otras personas, lo hubiera tomado por loco. Pero
así era. Recordaba vagamente que en un momento de desesperación se dejó llevar
sin rumbo por la ciudad, engrosando esa
riada de peregrinos hacia ninguna parte, que crece día a día en nuestras
calles. Perdida la luz de la esperanza, las olas lo iban azotando como un barco
desarbolado en medio de la tempestad.
El
primer paso fue de lo más prosaico, aunque le asaltó la tentación de venderlo
como una acción altruista y de entrega generosa para sacarle algún provecho,
como era su costumbre. Pero la realidad es que nunca había pensado en tomar una decisión
trascendental. Sencillamente, al doblar una esquina, se topó con aquel
cartelito: “Cáritas. Necesitamos voluntarios, entre sin llamar”. Y
cruzó el umbral. Desde entonces los acontecimientos se sucedieron en tropel,
sin darle tregua para reflexionar. Recibió varios apretones de manos y abrazos,
además de un sonoro beso de bienvenida que alguien le propinó.
El
curso de preparación fue breve y se componía de una primera parte consistente
en parabienes y expresiones del género “usted
ni se imagina el trabajo que tenemos, nos hacen falta personas buenas, gracias
por ayudarnos”, para, en un segundo momento, preguntarle por el tipo de
actividad que había realizado y, apenas hilvanadas tres o cuatro palabras,
interrumpir su exposición con un: “¡Fantástico!,
nos viene de perlas, ni llovido del cielo”.
La señora del beso lo acompañó hasta un pequeño despacho,
cuyo mobiliario: armario, mesa y tres sillas, dejaba ver a las claras que había
sido jubilado de alguna sucursal bancaria. El anagrama de la institución y una
frase de bienvenida pobremente enmarcados completaban el decorado. Sobre la
mesa, un rosal enano del que habían despertado esta mañana dos capullos aportaba
su toque de vida y alegría a la estancia.
-“Mire, le dijo, lo más importante es recibir muy bien a las personas. El mayor
sufrimiento es que nadie te escuche. A
veces no podemos hacer mucho, pero la amabilidad es gratis. Como usted entiende
de economía, su trabajo consistirá en
ayudarles a organizarse bien con los pocos recursos que tienen a su alcance. Serás profesor –ya le tuteaba- de la signatura más importante hoy día: cómo
llegar a fin de mes”.
Y se
fue sin darle opción a pronunciar palabra, porque se hubiera resistido
contándole la historia de cómo su economía y él mismo habían tocado fondo estrepitosamente.
Pero lo único cierto es que ahora se encontraba allí, sentado en su mesa y temiendo,
como un profesor novato, que la puerta se abriera.
Cuando
se sentó delante de él, María, su primera visita, extrajo de la arrugada bolsa
de plástico una serie de sobres, los papeles, que ella llamaba, y que se
reducían al documento bancario donde figuraba una pensión no contributiva a
nombre de su esposo, dos recibos impagados de la compañía de electricidad y una
carta de apremio de ésta donde se le anunciaba el inminente corte del fluido.
Le contó además que antes de la crisis vivían bien con la pensión, pero que su
hija y el marido llevaban más de un año sin trabajo y tenían dos hijos
pequeños.
-“¿Qué va a hacer una abuela? Por lo menos
darles de comer ¿no haría usted lo mismo?”
María
y su familia representaban la avanzadilla de los nuevos tipos de pobreza que
comenzaban a manifestarse en estos tiempos duros. Su condición siempre había
sido precaria, aunque ellos lo ignoraban. Situados en el umbral de la pobreza,
se alimentaban de las migajas que caían de la mesa donde otros celebraban
grandes festines, iban tirando sin tener conciencia de ser los primeros candidatos
al desastre. Ahora, el rico Epulón no dejaba sobras para Lázaro, intentando así
ocultar que seguían celebrándose banquetes en su casa. Y, como un organismo
bajo en defensas, quedaron invadidas por el virus en cuanto éste encontró las
condiciones idóneas para desarrollarse.
El
relato de aquellas estrecheces le descubrió un mundo para él desconocido e
inimaginable donde millones de seres humanos pasan la vida en esa especie de
limbo creado por la sociedad del consumo y el despilfarro. ¿Qué consejos podía
darles, si la base de aquellas economías era calderilla que él dilapidaba
fácilmente en una noche? Y, por ello, a diferencia de tantas Marías, la suya
había resultado una caída estrepitosa. Quiso mantenerse arriba desoyendo las
señales de alarma y, cuando intentó descender a un nivel inferior, ya no había
peldaños.
Pero,
a pesar de todo, se quedó. Nunca sabrá muy bien el motivo, pero se quedó. Y muy
pronto percibió que se estaba gestando un cambio, que allá, en lo más hondo de
su ser, algo se movía sutilmente, su corazón comenzaba a latir con un ritmo
nuevo, generando en él sentimientos de ternura, experimentados ahora por
primera vez y que se materializaban en esta sonrisa acogedora y confidente con que escuchaba a María.
Ella respondió al gesto con un suspiro de alivio, relajando la tensión de sus
dedos sobre los papeles. “En esta
situación querría ver yo al consejo de administración de un gran banco”,
dijo para sí. Y este pensamiento le dio alas para comenzar su tarea. Tomó el
lápiz y una hoja en blanco como pura formalidad, porque bien poco habría que
anotar.
-“Bueno, vamos a ver qué se puede hacer… me
dijo que… ¿Así que su hija y su yerno…?”
Así
reunió todos los restos que pudo del naufragio para intentar construir una
balsa, que, aunque no los aislara de las inclemencias del tiempo, los envites
de las olas y el acecho de los tiburones, al menos les permitiera seguir a
flote y a la espera de que algún viento favorable -quién sabe- les llevara
hasta una isla segura. Y, empeñado en su nueva tarea, levemente, como la brisa
de la tarde acaricia las hojas, se fue
percatando de la transformación que se estaba produciendo en él, de cómo la
alegría y el optimismo comenzaban a invadir su espíritu. Las horas para volver
a encontrarse con aquellas personas le parecían eternas, y adivinaba el mismo
sentimiento en ellas. Cuando alguien percibe que es importante para el otro se
establece necesariamente una corriente de cordialidad, de sinceridad y afecto. Es
el momento en que sucede el milagro.
De
segundas, estos encuentros cargados de hondura humana redundaban en una mejora
de las condiciones materiales de vida. La fórmula mágica consistía no en arañar
unos euros de acá o allá -no había de dónde-, sino en devolver a la vida, a la
actividad, a la valoración de la propia persona y de la riqueza que cada uno
atesora en sí mismo. Les trasmitía el ejercicio que él mismo estaba comenzando
a practicar:
-“Deja el sofá, te está envenenando. ¿No te das
cuenta? Tararea una canción, pon en orden tus cosas, besa a tus seres queridos.
Que una comida sea triste o alegre no depende de la abundancia ni de los
condimentos sino de las personas que están sentadas a la mesa”.
Los
resultados se hacían palpables por momentos. Inyectando alegría, mejoraba la
convivencia familiar, se ideaban pequeños trucos y aparecían no vamos a decir
que trabajos, pero sí horillas sueltas y ayudas puntuales, que regaban la
tierra reseca y cuarteada de aquellas vidas tan maltratadas.
Pero
desde el primer momento comprendió que, si esta transformación no se estuviese
produciendo también en él, primero y principalmente en él, no poseería la clave
para interpretarla en los demás. Le estaba resultando más fácil salir del pozo
ayudando a otros que hacerlo en solitario. Era una paradoja, jamás lo hubiera
creído, pero era cierto. Una extraña sensación de bienestar y felicidad
invadía todo su ser, porque había
comenzado a querer y a sentirse querido,
tal vez por primera vez.
La
jornada de hoy discurría normalmente, ocupado, como tantos otros días, en repartir
bolsas de alimentos y oír las estrecheces de esa riada en demanda de ayuda, que
se iba incorporando con cada media vuelta de la tuerca de los recortes. María,
sin embargo, le pareció distinta. Ciertamente había cambiado mucho desde sus
primeras entrevistas, pero esta mañana irradiaba un no sé qué de alegría y
felicidad. Lo tenía en ascuas. Con una sonrisa, él abrió las manos
gesticulando un “cuéntame, qué pasa”. Como primera parte de la respuesta, ella se
levantó y le estampó un sonoro beso, después volvió a sentarse y…
-“Estoy muy contenta. Gracias a usted he
encontrado un trabajo. No es gran cosa, pero una vecina me ha dejado tres
horas, porque se ha cambiado a una casa mejor. ¿Qué le parece? ¿Verdad que es
una gran noticia? ¡Se acabaron mis estrecheces!
Ella
esperó impaciente alguna reacción, pero, como tardaba, no pudo contenerse y
añadió:
-“Para celebrarlo, esta tarde le invito
a un cafelito”.
Todavía
estaba rumiando la emoción primera, cuando esta proposición le hizo dar un
respingo y saltar de la silla. Se acercó, la miro con cariño, le cogió ambas
manos y respondió con los ojos llenos de lágrimas:
-“¿Sabes que ha subido?
José
Palomas Agout, párroco.
Abril,
2013.